El fin del mundo

Andreu Abuín
Publicado el 11/11/2012
 

Del centro de su pecho irradia una energía inédita, difusa, oscura.

Del centro de su pecho emanan ondas que saturan su caja torácica; que hunden al adolescente en una confusión muda que le ocupa casi por completo.

El exterior lo percibe a trozos:
Su hermana en la puerta articulando palabras que le resultan incompletas: «vam», «cua», «undo»;
el gato mordisqueando ahora sí, ahora no sus calcetines;
la luz del aplique que cae a pedazos como polvo helado de un iceberg.
Algo así.

Rayos azules de una botella vacía;
estratos paralelos que forman estructuras minerales de diferentes tonalidades en el centro de la habitación;
animales sin cuerpo que se arrastran con muñones de mentira en una especie de danza estática.

La hermana llama a la madre.
Le dice que su hijo no quiere verla más. Que se ha ido para siempre. Que no volverá.

La madre se detiene en un movimiento arqueado. Frunce el ceño. Tarda en reaccionar.
Cuando lo hace, corre a la habitación del hijo.
Las cortinas ondean al viento que atraviesa la ventana de par en par. Las sábanas arrugadas. La cama vacía.

«¿Dónde ha ido tu hermano? ¿Dónde está?».
«¡Dónde!», grita la madre.

La madre tarda unos minutos en volver en sí y constatar que todo está a oscuras.

Se ha hecho de noche, piensa.
Camina tanteando un espacio infinito. «¿Dónde está?», susurra. No. Solo lo piensa.

Las manos a la cara, cae al vacío.
«¡Dónde estás!».

La hermana sale a la calle.

Está pletórica. Se ha puesto un top estrecho sin sujetador. Sus pezones se marcan como punzones. Como pinzas de escorpión bajo tela de algodón.
Una minifalda y unas zapatillas planas completan su escaso atuendo.

Se ha dejado el pelo suelto y avanza por la calle del Pentagrama con desenvoltura, lamiendo un chupachups de cereza.

A su paso, no tarda en voltearse un hombre maduro, trajeado de oficina.
Ella se gira y le hace una señal.
El hombre sonríe sin ganas y sigue su camino.

«Ven», dice ella, «vamos a mi casa».

El hombre se queda quieto. Curvado. Los brazos le pesan.

«Vamos a mi casa. Estoy sola».

Ficción

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