Tierra

Andreu Abuín
Publicado el 29/10/2008

Estamos en un parque.
La densidad de la vegetación de alrededor nos impide ver más allá.
En el centro, un lago con una fuente en medio.
Una fuente de carne, una especie de construcción cárnea, abstracta, que late, de la que salen chorros de un líquido blanco y espeso, no me hagas detallar más.
Palpita, la fuente palpita como un corazón, pero de manera desordenada, descompasada.
Repugnante.

Nos acercamos a la fuente a beber, tenemos sed, una sed tan acuciante que nos hace ignorar la repugnancia que sentimos ante el líquido que ingerimos. Sed o hambre, o lo que sea.
Bebemos el líquido asqueroso que nos sabe a néctar.

Ante la ansia fisiológica caemos.
Nos caemos en el lago nauseabundo nacido del derroche de la materia orgánica que hace las veces de fuente.
Caemos de pleno, ¡Chofffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffff!
Sentimos como el líquido caliente se introduce por los oídos, por las fosas nasales, por nuestra boca grande abierta.
Tan espeso que resulta difícil tragarlo.

Una corriente de placer nos inunda.
Un electrochoque atraviesa nuestro sistema nervioso de la coronilla a la planta de los pies, dejándonos por un momento fuera de juego.
Como en trance.
Muertos.

Salimos a flote.
El placer ha cesado.
Nos encontramos desnudos y apestosos.
Bañados en sudor y flujos.
Conscientes.

Desesperados, intentamos salir del lago viscoso.
Gritamos auxilio mientras nos aferramos a tierra firme, pero la complejidad del jugo nos sigue atrayendo hacia lo más profundo y oscuro del lago.
En pánico, nos agitamos en todos los sentidos buscando socorro.

De repente, aparece entre los árboles lo que parece un cervatillo.
Su simple presencia nos tranquiliza.
Nos observa lateralmente, como de reojo, fijando su mirada hacia un punto equidistante, inverosímil.
Atentos, esperamos a que se acerque. Absortos. Atónitos.
Pasmados. Pasmados.

Poco después, el cervatillo se acerca con su cursi caminar.
Todo está en calma.
Avanza sobre el césped silenciosamente, sinuosamente.
Una vez delante nuestro, nos arrastra hacia afuera.

Inmóviles, extendidos sobre la yerba, el cervatillo nos lame la cara, nos introduce la lengua en las narices extrayendo hasta la última del espeso elemento.
El cervatillo continúa sus lameteos por las orejas, por los sobacos.
Se recrea ostensiblemente en el ombligo, tanto que nos da la sensación de que nos ha perforado el estómago.

Desciende más abajo.
Recorre nuestros genitales con minuciosidad y detenimiento.
Su lengua se desliza entre las piernas.
Su lengua penetra sin miramientos nuestro ano.
Se introduce tan hondo que nos provoca arcadas, luego el vómito.

El resto parece tener menos importancia.
Finiquita piernas y pies en dos lengüetazos.
Nos incorporamos.

Ante nosotros, un punto de luz tan intenso que parece sólido, compacto.
Una bola metálica e incandescente que flota sobre nuestros pies.

¿Quien eres?
Soy el Cordero de dios.
El que quita los pecados del mundo.

Ficción

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