Oí pasos sobre mi cabeza.
Fui al espejo para verificar que seguía ahí, mi cabeza.
Todo parecía en orden: mi mirada distante, mis cejas sobre ella, nada anormal.
Volví al sofá.
Escuché atentamente.
Parecían dirigirse a algún sitio en concreto, hacía la habitación.
Los seguí. Una vez allí abrieron la puerta del balcón.
Fui.
Miré.
Todo parecía normal: árboles, un coche que pasaba, por debajo.
Arriba: el cielo azul, y alguna nube, también por debajo.
Me concentré en los pasos, seguían avanzando.
Los seguí, hacia adelante, sin miedo: todo parecía normal.
Atravesé el espacio exterior, como quien marcha sobre las aguas.
Anduve durante un buen rato, nada excepcional.
Seguí siguiendo los pasos, hasta un paraje impreciso, indeterminado.
Los pasos cesaron de pronto.
Los había seguido en diagonal ascendiente, hacia oriente.
Debajo de mí, lo que parecía un país y la línea del horizonte, oblicua, casi sagrada.
Delante, un brillo azur y negro.
Me tumbé, automáticamente, boca abajo.
Un aire cálido ascendía de la tierra en perpetuo movimiento.
Olores a sudor y vapor de agua se mezclaban en ese punto con un vacío gélido a la espalda del mundo.
Un sinfín de colores de los mares del sur, de Ribera del Duero.
Sonreí hasta la carcajada.
Extendí brazos y piernas.
Grité de alegría.
No estaba.